Llevo tiempo queriendo escribir esto. Porque vivir en México te regala mucho, pero también te enfada y te duele.
Esta reflexión y alguna más que seguirá no gustará a todos. Pero es el pósito que ha dejado en mí casi dos años de vivir en este bello país marcado por la tragedia.
Como emigrante y viajero, creo que tan positivo es contar todo lo bonito que te aporta estar lejos de casa y descubrir nuevos parajes como todo lo malo. Aunque estas experiencias ni vendan ni aparezcan en las revistas de turismo.
Pues bien, México duele, y mucho. Duele a pequeña escala, en el día a día y en escenas comunes como un ciego vendiendo en el metro, un niño tirándote de la manga cuando estás tomándote algo en una terraza y ofreciéndote cigarrillos o una anciana pidiendo caridad en la boca del metro.
Es un dolor que impacta según el día y la coraza con la que te hayas levantado. Y sí, aunque cueste admitirlo, con el tiempo te acostumbras a ciertas escenas. Es la pobreza cotidiana y vivir en una ciudad sobrepoblada la que a veces, por salud mental, te lleva a girarle la cara a lo que incomoda.
Pero es inevitable afrontar esta realidad en un país donde el 46 % de las personas son pobres. Y es más, me parece reprochable querer vivir completamente alejado de ella.
Si con ello no hubiera suficiente, México acumula decenas de miles de muertos y desaparecidos en la última década. Especialmente desde que el anterior presidente, Felipe Calderón, iniciara una guerra frontal contra las drogas que, según las estadísticas, solo llevó a recrudecer el problema.
Como periodista, me toca escribir y leer cada día sobre muertos y asesinatos. Algunas notas se publican por su relevancia internacional, pero la mayoría las desechas con una frialdad aplastante. Y es que los reportes de las policías estatales están llenos de secuestros, violaciones y “occisos por arma de fuego”.
Informaciones que, desde el confort de la oficina y por la dinámica periodística, apenas y tristemente tienen valor.
Pero luego hay muchas otras noticias y coberturas que te cargan de tristeza, rabia e indignación. Las protestas de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos es una de ellas.
El movimiento ha perdido fuerza al año y un mes de esta vergonzosa tragedia. Pero los padres siguen ahí, clamando justicia. Y yo, cada vez que los veo, no puedo evitar que me dé un vuelco el corazón.
Gente humilde y metida en una lucha que les sobrepasa contra un Estado que les ignora. Llevan en todas las manifestaciones una pancarta con la foto de su hijo, que de seguir vivo como ellos creen ya habrá cumplido años lejos de los suyos.
“Vivos se los llevaron. Vivos los queremos”, gritan mientras se aferran a recuerdos y sin la certeza absoluta de nada. Estos padres son héroes por todo lo que han tenido que aguantar. Y ponerse en su piel por unos segundos te atraviesa como un rayo.
Y en el país hay muchos, muchísimos más casos parecidos. Estuve en una manifestación de familiares de desaparecidos en el Día de la Madre y volví tocado. Impresionado porque realmente en México, y da hasta miedo decirlo, te puedo tocar A TI. Seas de donde seas, vivas en donde vivas y hagas lo que hagas.
Los testimonios dejaban sin aliento. Familias que buscan a su hija desde hace 10 años. Salió rumbo a la universidad y no regresó. Madres que todavía conservan la esperanza de que su hijo, que fue detenido por la policía en un pueblito cuando volvía a casa de fiesta, algún día aparezca con vida, o sin ella.
Sin vida porque el dolor de no saber es tan grande que muchos se conforman con encontrarlo muerto, para por lo menos poderlo despedir dignamente y cerrar un capítulo.
Y esto es un suma y sigue. Un dolor de millones que resquebraja y que no debería existir.
El otro día entrevisté a dos madres del caso Heaven, en el que 13 jóvenes fueron secuestrados en 2013 en un bar de la Ciudad de México y supuestamente asesinados. Hallaron sus cuerpos decapitados en una fosa clandestina y afirmaron que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas, algo que jamás se probó y las madres niegan.
Hablar con ellas fue demoledor. Recuerdan cada uno de los detalles de la batalla legal, institucional y social que han padecido desde que ocurrió el crimen. La estigmatización en los medios por proceder de uno de los barrios más peligrosos de la entidad, la ignorancia de la justicia y del Estado y las horas sin dormir son cicatrices imborrables.
Al final de una de las entrevistas lancé una pregunta quizás demasiado directa aunque sin maldad. A Leticia Ponce, madre de Jerzy Esli Ortiz, le pregunté por qué todavía se expresaba en presente cuando hablaba de su hijo, que tenía 16 años en el momento del suceso.
“Me resulta menos doloroso pensar que se fue de viaje y regresará cualquier día”, me dijo mirándome fijamente, sincera. Se puso a llorar y nos abrazamos.
Imagínate vivir con su dolor todos los días. Durante años. Esperando.
Foto de Mario Guzmán. Agencia EFE
Si todas estas historias por sí solas duelen, en México hay que sumarle la enorme desacreditación de las instituciones públicas. Nadie se cree a un Estado que nada en la corrupción y en historias de violencia y colaboración con el crimen organizado.
Alimentando todavía más el dolor y la desesperación.
Pero de esto hablaré en otro artículo.