Archivo de la categoría: De mi cabeza

Entre algodones

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Salí a tomar el aire durante una fiesta en una disco de Barcelona estas Navidades y escuché estas tres frases «Yo sé lo que es vivir sin tabaco», «Él ya no quiere follar conmigo» o «¿Ahí me pongo el bikini?».

Típicas conversaciones de discoteca, no cabe duda, pero también un reflejo de ciertos «problemas» del primer mundo que ya no sé si adoro o detesto.

Ser emigrante en un país tan desigual como México, lleno de problemones y dramas, te cambia irremediablemente.

Ser emigrante, en general, es duro. Y en los días que pasé en mi tierra, escuchando conversaciones en bares o platicando con mis amigos me di cuenta de que mi cabeza ya no trabaja siempre en la misma sintonía.

No os engañaré: A ratos cambiaría mis dudas existenciales sobre cómo arreglar mi permiso de trabajo ante migración o cómo ahorrar 18.000 pesos para volver a casa en Navidades por no saber a qué fiesta asistir el sábado o si, como decía esa chica en la discoteca, cuando viaje a un país asiático puedo llevar bikini o debo cubrirme.

Sí, en cierta parte lo envidio y lo echo de menos.

Pero por otro lado también me alegra haber abierto los ojos. Aunque sea de mala manera. Y esto no lo cambio por nada.

Estar en México me ha ayudado a relativizar. Ahogarse en problemillas diarios en este país es cosa de ricos. Y aunque a veces sigo cayendo en el drama fácil, intento evitarlo a toda costa en una nación donde el mero hecho de vivir (o sobrevivir) con dignidad ya es un regalo para la mayoría.

Muchos mexicanos sufren por alimenta a sus hijos. En el país cerca de la mitad de la población es pobre. Y otros tantos temen salir a la calle por la violencia del narco. O se suben a un coche de policía y nunca más son vistos. O son violadas y asesinadas en total impunidad. Así de crudo.

Escribir cada día de esto hiere el alma. Duele, pero espero que este dolor no se me olvide de todo cuando regrese a mi tierra.

Para por lo menos aprender de todo ello y no encontrarme en la puerta de una discoteca desgañitándome por un amante que ya no me quiere, o por un amigo traicionero que se fue con un polvo de una noche y ni te avisó por whatsapp.

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Ni de aquí ni de allá

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Mi querido blog va a despedirse en breve. Lo voy a echar de menos, pero también siento que es el momento de poner punto y final a este proyecto tan personal y empezar a explorar nuevos caminos.

Ya no soy ni tan Parado ni tan Puteado.

Y aunque siempre me sentiré un TripleP – ¿qué joven español no se ha sentido así en plena crisis? – esta etapa llegó a su fin.

En las próximas semanas voy a ir publicando una serie de entradas a modo de adiós. Un poco lo que he hecho siempre en esta página en las que desnudado mi alma, he contado mis victorias y derrotas y que, ante todo, ha sido mi bote salvavidas cuando no tenía donde escribir.

Empezamos

 

Ni de aquí ni de allá

El pasado 1 de enero tomé un vuelo rumbo a casa. ¿Casa? Pues ya no lo tengo tan claro.

Llevaba un año exacto sin pisar mi tierra, sin ver a mi familia y mis amigos. Sin pasear por Barcelona dejándome seducir por sus fiestas y sus risas y sin dejarme mimar por los míos en Girona.

Me moría de ganas de vacaciones y de ver a todo el mundo. Pero, y no me malinterpretéis, en esta ocasión me faltaba ese sentido de URGENCIA que sí tuve en las Navidades anteriores, cuando me corroía la melancolía.

Hoy cumplo dos años en México. Dos años como emigrante, no como el viajero que fui antaño, aunque de este guarde todavía el espíritu.

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Dos años marcan para bien y para mal, te moldean y te cambian. Inevitablemente y por necesidad. Se le llama adaptación, supongo. Somos animales al fin y al cabo.

En los primeros días de estas tres largas semanas que pasé en casa me sentí un tanto fuera de lugar. Descolocado a pesar de estar rodeado de quienes considero pilares en mi vida.

¿Por qué parece que nada cambia en Girona y Barcelona? Tras dos años en la loca y gigante Ciudad de México, una marea de sensaciones encontradas en sí misma, las urbes europeas me parecen de pesebre. De casita de PinyPon, como me comentó un amigo argentino que lleva años en la ciudad.

Todo limpio y ordenado. Sin multitudes en el metro. Sin tener que mirar por donde pisas en la calle ante el peligro de romperte una pierna. Fáciles, accesibles, tranquilas aunque acojan a un millón de personas. Bonitas arquitectónicamente…. buff.

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Los primeros días no podía con ello. ¿Os lo podéis creer? ¡Es ridículo sentirse así! Pero echaba de menos la vida que rebosa por doquier en el DF. Las 100 personas que debo esquivar en el trayecto que tengo del metro a mi trabajo, la ciudad despierta las 24 horas, la comida grasienta, barata y rica…

Por poneros un ejemplo, un sábado salí a dar una vuelta por el centro de Barcelona a las 3 de la tarde y os juro que en 40 minutos me crucé con unas 50 personas. ¿?¿? Los defeños alucinarían.

Curioso sentirse así en tu propia tierra. Como despegado de ella y desprotegido ante tanta pulcritud.

Más curioso es ver que al cabo de unos días se te quita esta sensación. Sí, eso mismo, se te van olvidando estas primeras sensaciones. Readaptación, se le debe llamar. Somos animales al fin y al cabo.

No es que deje de pensar que a estas ciudades y a Cataluña, y a España, quién sabe, les falta una chispita de emoción diaria. Pero caramba, qué bien se vive, ¿no?

No tener que empujar a medio vagón para poder meterte en el metro y aplastar tu cara contra la puerta a las 7 de la mañana. Poder pasear y mirar el cielo, que no está a menudo envuelto en una gruesa capa de polución, y contemplar la deliciosa arquitectura de muchos edificios de Barcelona (que por primera vez admiré como extranjero).

Qué rico dormir en casa de mis padres, mi casa, y no escuchar NADA. Y que el SILENCIO al principio te duela en las orejas (vivo frente una avenida de seis carriles, llevo el ruido incorporado) pero luego descubras que este es uno de los placeres más grandes de la historia.

Y sin embargo, sentir que te falta algo. Lo primero, aunque en dosis más pequeñas. El bullicio, el no saber qué pasará mañana, el batiburrillo de sentimientos que despierta el DF y su abundante humanidad.

Así me di cuenta que ya no soy ni de aquí ni de allá. Ahora mismo, a dos años de ser oficialmente un catalán residente en el extranjero, estoy, emocionalmente hablando, en tierra de nadie.

Mi tierra sigue siendo mi tierra. Pero ya no la percibo al 100 % como tal. Me veo regresando, pero no sé ni cómo ni cuándo. Hay muchos ‘peros’ en la balanza.

Y México es mi hogar de acogida. Un sitio que adoro y detesto a partes iguales. Que saca lo mejor de mí y también lo peor. Que me ha hecho crecer a base de hostias y al que, también por esto, le estoy muy agradecido.

Este impasse no sé cuánto tiempo dura, pero es raro encontrarse en él.

Dividido.

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México Duele

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Llevo tiempo queriendo escribir esto. Porque vivir en México te regala mucho, pero también te enfada y te duele.

Esta reflexión y alguna más que seguirá no gustará a todos. Pero es el pósito que ha dejado en mí casi dos años de vivir en este bello país marcado por la tragedia.

Como emigrante y viajero, creo que tan positivo es contar todo lo bonito que te aporta estar lejos de casa y descubrir nuevos parajes como todo lo malo. Aunque estas experiencias ni vendan ni aparezcan en las revistas de turismo.

Pues bien, México duele, y mucho.  Duele a pequeña escala, en el día a día y en escenas comunes como un ciego vendiendo en el metro, un niño tirándote de la manga cuando estás tomándote algo en una terraza y ofreciéndote cigarrillos o una anciana pidiendo caridad en la boca del metro.

Es un dolor que impacta  según el día y la coraza con la que te hayas levantado. Y sí, aunque cueste admitirlo, con el tiempo te acostumbras a ciertas escenas. Es la pobreza cotidiana y vivir en una ciudad sobrepoblada la que a veces, por salud mental, te lleva a girarle la cara a lo que incomoda.

Pero es inevitable afrontar esta realidad en un país donde el 46 % de las personas son pobres. Y es más, me parece reprochable querer vivir completamente alejado de ella.

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Si con ello no hubiera suficiente, México acumula decenas de miles de muertos y desaparecidos en la última década. Especialmente desde que el anterior presidente, Felipe Calderón, iniciara una guerra frontal contra las drogas que, según las estadísticas, solo llevó a recrudecer el problema.

Como periodista, me toca escribir y leer cada día sobre muertos y asesinatos. Algunas notas se publican por su relevancia internacional, pero la mayoría las desechas con una frialdad aplastante. Y es que los reportes de las policías estatales están llenos de  secuestros, violaciones y “occisos por arma de fuego”.

Informaciones que, desde el confort de la oficina y por la dinámica periodística, apenas y tristemente tienen valor.

Pero luego hay muchas otras noticias y coberturas que te cargan de tristeza, rabia e indignación. Las protestas de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos es una de ellas.

El movimiento ha perdido fuerza al año y un mes de esta vergonzosa tragedia. Pero los padres siguen ahí, clamando justicia. Y yo, cada vez que los veo, no puedo evitar que me dé un vuelco el corazón.

Gente humilde y metida en una lucha que les sobrepasa contra un Estado que les ignora.  Llevan en todas las manifestaciones una pancarta con la foto de su hijo, que de seguir vivo como ellos creen ya habrá cumplido años lejos de los suyos.

“Vivos se los llevaron. Vivos los queremos”, gritan mientras se aferran a recuerdos y sin la certeza absoluta de nada. Estos padres son héroes por todo lo que han tenido que aguantar. Y ponerse en su piel por unos segundos te atraviesa como un rayo.

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Y en el país hay muchos, muchísimos más casos parecidos. Estuve en una manifestación de familiares de desaparecidos en el Día de la Madre y volví tocado. Impresionado porque realmente en México, y da hasta miedo decirlo, te puedo tocar A TI. Seas de donde seas, vivas en donde vivas y hagas lo que hagas.

Los testimonios dejaban sin aliento. Familias que buscan a su hija desde hace 10 años. Salió rumbo a la universidad y no regresó. Madres que todavía conservan la esperanza de que su hijo, que fue detenido por la policía en un pueblito cuando volvía a casa de fiesta, algún día aparezca con vida, o sin ella.

Sin vida porque el dolor de no saber es tan grande que muchos se conforman con encontrarlo muerto, para por lo menos poderlo despedir dignamente y cerrar un capítulo.

Y esto es un suma y sigue. Un dolor de millones que resquebraja y que no debería existir.

El otro día entrevisté a dos madres del caso Heaven, en el que 13 jóvenes fueron secuestrados en 2013 en un bar de la Ciudad de México y supuestamente asesinados. Hallaron sus cuerpos decapitados en una fosa clandestina y afirmaron que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas, algo que jamás se probó y las madres niegan.

Hablar con ellas fue demoledor. Recuerdan cada uno de los detalles de la batalla legal, institucional y social que han padecido desde que ocurrió el crimen. La estigmatización en los medios por proceder de uno de los barrios más peligrosos de la entidad, la ignorancia de la justicia y del Estado y las horas sin dormir son cicatrices imborrables.

Al final de una de las entrevistas lancé una pregunta quizás demasiado directa aunque sin maldad. A Leticia Ponce, madre de Jerzy Esli Ortiz, le pregunté por qué todavía se expresaba en presente cuando hablaba de su hijo, que tenía 16 años en el momento del suceso.

“Me resulta menos doloroso pensar que se fue de viaje y regresará cualquier día”, me dijo mirándome fijamente, sincera. Se puso a llorar y nos abrazamos.

Imagínate vivir con su dolor todos los días. Durante años. Esperando.

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Foto de Mario Guzmán. Agencia EFE

Si todas estas historias por sí solas duelen, en México hay que sumarle la enorme desacreditación de las instituciones públicas. Nadie se cree a un Estado que nada en la corrupción y en historias de violencia y colaboración con el crimen organizado.

Alimentando todavía más el dolor y la desesperación.

Pero de esto hablaré en otro artículo.

Xilitla: Retales de un road trip

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Mi viaje a Xilitla, en el corazón de la Huestaca Potosina mexicana, estuvo plagado de momentos dignos de enmarcar y muchas horas de carreteras rurales.

Cruzamos un par de estados y vimos desde el México más urbanita al más rural. En algunas ocasiones nos sentimos como en el Lejano Oeste.

De la nube tóxica al calor apabullante, y de este a la plena selva.

Quería compartir alguna de las fotos que tomé. Quizás no las más significativas, pero sí aquellas que conforman los pedacitos que más recuerdo del viaje.

Curiosidades que revelan más en un segundo vistazo.

😀

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Los emigrantes que incomodamos

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La semana pasada el líder socialista y candidato a ser el futuro presidente de los españoles, Pedro Sánchez, visitó México. Una visita fugaz y parte de una pequeña gira latinoamericana para establecer contactos con políticos y españoles emigrados. Días antes, el expresidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, también nos visitó. Dio una conferencia magistral en un foro bancario, también en la Ciudad de México.

En ambas ocasiones se citó el exilio español tras la Guerra Civil. Un etapa histórica de indudable valor y que merece ser recordada y reconocida, pero también una tabla de salvación para muchos políticos o monarcas cuando vienen a “vernos”.

Sí, hablaré de mi experiencia más reciente. Aunque me temo que, por lo menos en México, el caso es generalizable.

Pedro Sánchez dio unas escuetas declaraciones el sábado tras realizar una ofrenda floral al expresidente mexicano Lázaro Cárdenas, quien durante su mandato recibió a miles de españoles que huían del franquismo. Recordó la bondad mexicana, la hermandad de décadas entre ambas naciones y aplaudió la bravura de los exiliados de antaño.

También se tomó fotos con señoras muy elegantes y agradecidas. Felices de ver al líder socialista y tomándose alguna que otra instantánea con él. A continuación, se fue al Ateneo Español en una reunión privada y de carácter distendido.

En sus declaraciones, Sánchez habló de los exiliados políticos de antes y los emigrantes económicos de ahora. Y dijo que de ganar las elecciones montaría un plan de retorno para jóvenes expatriados, subiría el presupuesto al I+D y evitaría la fuga de talentos. También dio a entender que entendía la pena de muchos padres y madres.

Y aquí fue cuando me pregunté: Si tanto se preocupan los políticos por nosotros… ¿por qué en estas visitas a México no nos contactan directamente?

En México hay miles de españoles jóvenes. Algunos con buenas condiciones y otros que llegan con una mano delante y otra detrás. Sin embargo, y hablo por lo que me ha tocado, cuando vienen acá los políticos españoles de turno siempre quedan con exiliados e hijos de exiliados.

Para no faltar a la verdad, el viernes Sánchez hizo un evento abierto al público en general, pero… ¿quién se enteró? (Yo, que trabajo de periodista, supe un día antes de su llegada que el socialista nos visitaba).

El ejemplo de este líder no es el único, si Zapatero tras dar la conferencia a los banqueros se fue por donde había venido tras reconocer algunos errores en la gestión de la crisis, cuando los Reyes de España nos visitaron hace unos meses, me parece recordar que sus encuentros con la comunidad española también fueron de lo más light.

“Son los mismos viejillos de siempre”, me dijo el otro día una amiga que había estado en varios de estos actos.

¿Por qué no nos buscan, directamente, para reunirnos y preguntarnos cómo nos va? ¿Por qué si nos citan en sus discursos, con mayor o menor énfasis, luego son incapaces de confrontarnos? ¿Somos emigrantes invisibles? ¿Tan doloroso es reconocer que nos hemos sentido tan abandonados en nuestro propio país que nos hemos ido? ¿Tanto les asusta tener que escuchar nuestras críticas? ¿Tanto miedo les damos?

Es fácil girar la cara. Pero aquí seguimos. Y sí, muchos estamos muy cabreados con el Gobierno de España. Da igual ser de derechas, de izquierdas, de centro o anarquista convencido.

Mientras vivimos lejos de los nuestros por esta poderosa mezcla de decisión y obligación hemos visto como decenas de casos de corrupción se destapaban en nuestro país. Y como muchos políticos han salido quemados de todo ello, aunque también con los bolsillos muy llenos.

Hemos visto como nuestros amigos siguen marchándose a pesar de que los políticos dicen que ya acabó la crisis.

Así que el otro día, cuando aguantaba mi grabadora frente a Pedro Sánchez no podía creérmelo. Como no me creo a casi nadie de la clase política. Y me mordí el labio para no soltar algún improperio, y me tembló la barbilla y las manos cuando habló de “los padres” que tienen hijos exiliados. Algo me dice que sus hijos no correrán la misma “suerte” de periplo.

Y entonces solo deseé que viera en mis ojos todo mi resentimiento acumulado. Y que ya que no nos invitan a estas reuniones de exiliados por lo menos entendiera que a miles de kilómetros de donde nacimos hay muchos que se sienten como yo. Adoloridos.

Qué tristeza.