Quiero dedicar esta entrada de hoy a toda la gente que me recogió en la carretera en esta aventura autostopista que me monté de norte a sur de Nueva Zelanda.
Era mi primera vez levantando el pulgar. Y Nueva Zelanda es un país perfecto para iniciarte en este arte. Considero que he tenido mucha suerte (también le he puesto muchas ganas) y nunca he tenido que esperar grandes ratos. Sólo una vez creí que debería hacer noche en el polígono industrial de las afueras de una ciudad.
Este es un repaso de nuestras historias a través de algunas fotos que tomé, de extranjis o junto a ellos. Desde la familia Monster, a las rubias enfermeras, pasando por hombres y mujeres de toda edad, color y clase social.
En el trayecto Taupo-Rotorua, me recogió la luchadora Rosi, a quien le dediqué un post. Le deseo lo mejor para ella y su hijo pequeño. Mi primera salvadora, que también me acogió en su humilde casa. Dos pájaros de un tiro.
Desde Rotorua a Gisborne (costa este), pasando por Opotiki. Mi primera pequeña odisea. Siete horas de trayecto y un sustillo en la apaciguada Opotiki, con hora larga con el pulgar levantado y muy poco éxito. Desde camellos de barrio, a viejitos fumadores y adorables. Todo un abanico de rostros y conversaciones que ahora os enumero:
La pareja maorí: En sus veintitantos y viajando en un coche hecho pedazos. Hablaban intercalando muchos «Bro», «Aye» y «Heap», típico slang kiwi. Nuestra media hora juntos la llenamos escuchando rap desde un cassette antiguo. El momento estrella fue cuando descubrí que en el asiento de atrás, a mi ladito, había una caja blanca llena de plantitas de marihuana. «This is the real New Zealand, bro», me dijeron sonriendo.
Me dejaron en un cruce, en medio de la carretera. Y fui recogido por Lola y su amiga. Enfermeras recién licenciadas en Tauranga. Hippies, bonitas y rubias. Como salidas de una película indie americana. Me dejaron en una estación de servicios, y me hicieron un cartelito con mi destino, lleno de colorines. Nos hicimos una ‘exchange’ foto. Y me regalaron un piropo. 🙂
Allí me recogió Ethan, el mulato irlandés afincado en Australia, donde trabajaba de minero. Paseaba un coche de gama alta porque se iba a casar con una amiga nuevazelandesa que conoció en Australia. Lo hacía por papeles – así me reconoció – y ella era un anterior rollete, un ‘old fuck’. Así lo dijo, pronunciado la ‘u’ como una ‘ú’ y no como una ‘a’. Escuchamos Robbie Williams y me contó las maravillas del país vecino.
Llegué a Opotiki, donde encontrar pasaje para cruzar el precioso paso entre montañas no fue nada fácil. Un granjero anciano se apiadó un poco de mí tras verme cincuenta minutos en el mismo punto. «Te voy a llevar hasta el siguiente cruce, esta solo a 3 km. pero la gente de las afueras siempre es más amigable y recoge a autostopistas». Le dije que «muchas gracias», pero de poco servía, estaba más sordo que una tapia.
¡Pero qué sabiduría! Fue dejarme en el cruce y de pronto apareció mi rescatador. Un maorí con una cara muy curtida por la carretera y el tabaco que conducía una mole de hierro que, por lo menos, tenía treinta años. No habló mucho, o nada, en todo el trayecto. El pobre me recogió por pena, como guiado por una vieja ley maorí: «Nunca abandones a un ‘pakeha’ (un blanco europeo), tirado en la cuneta. Solos no sobrevivirán ni un día».
Me dejó en un pueblo enmedio de este paso de montañas. Un sitio con cinco tiendas cerradas y un bar que funcionaba como badulaque y un hotelito de montaña. Tan precioso como en medio de la nada. En media hora no pasó N A D I E. Y me veía acampando entre algún matorral cercano. Hasta que llegó el viejo Earl, el escocés que se hacía llamar ‘the old Jock’. Entre cigarrillos de liar me fue desgranando su historia. Marinero de profesión, tras ir de puerto en puerto por varios años, se instaló en los setenta en Nueva Zelanda cuando se enamoró y casó con una maorí, la madre de su único hijo.
Por fin llegué a Gisborne! De la mano de Unai, trabajador de la construcción, pesado y sonriente. Me hizo los últimos quilómetros en su furgoneta, incluso me dejó delante de la casa donde me hospedaría. ¿Se puede ser más bueno?
Me relajé unos días en esta apacible ciudad de costa y puse rumbo a Napier-Hastings. Mi primer salvador fue un educador que iba con su minifurgo recogiendo sus alumnos, o «clientes», con «necesidades especiales» por la campaña nuevazelandesa. Hombres y mujeres mayores de edad que se iban para talleres de reinserción y capacitación. Puro corazón.
Me dejó en un granja en la carretera principal para Wairoa. Donde me recogió mi querido Steve, con quien mantuve una conversación tan interesante como inspiradora. Un maestro convencido que para cambiar el mundo, se debía dar valores y motivos a los más renacuajos para que lo hicieran. Ellos son el futuro. Aquí tenéis lo que escribí sobre este profesor sobre ruedas.
En Wairoa me subí en el coche de Colins, un comercial de relojes de mediana edad. Muy dicharachero y algo presuntuoso. Me condujo hasta Napier sin parar de hablar. De sus hijas, de su casa en Waiheke. Siempre muy ‘polite’. Aunqué no conecté del todo con él, fue todo amabilidad. Me dio su tarjeta de comercial, por si algún dia «quería acampar en su casa en la isla».
Llegué a Napier y desde ahí hasta la isla sur me moví en bus y ferry. Hasta Picton, donde Gary me llevó hasta Blenheim. Un inglés transportista que vivía con su mujer, peluquera en… el Mr Barber de la ciudad. Se habían mudado hacía unos años, y el tío me pasó su teléfono por si necesitaba trabajo en la zona. En ese rato, nos paramos a tomar una cerveza en un bar.
Por fin, me dejó a medio camino y fue el turno de Alexander. En traje y corbata y devorando un helado. Trabajaba en un bufete de abogados de la ciudad y había tenido un mal día. Me subió a su perfumado coche por aburrimiento y por desahogarse un poco. Y yo tras escuchar su agovio le dije algo así como: «Mañana será un mejor día. No te preocupes». De consejero, yo, vaya que sí.
Me dejó pronto, y así conocí a otro comercial, cuyo nombre no recuerdo, que vivía en Auckland con su mujer y acababa de cumplir 30 años. Amante de la comida asiática y los… porros. ¡Cuanto verde hay en este país! Me contó que siempre se apiadaba de autostopistas porque odiaba viajar solo.
Desde la soleada Nelson llegué al Abel Tasman Park, y tras finalizar el recorrido de 60 km, cargado hasta los dientes. Se apiadaron de mi un conductor de una furgoneta atrotinada, que también había recogido a dos personajillos que parecían escapados de algun centro educativo, sonrientes e incapaces de entender. Me senté detrás junto a esta perrita adorable.
Después de él, una pareja muy maja y joven, una inglesa y un kiwi de viaje por la isla sur. Venían de pescar y comer salmón ahumado. Y el coche olía de maravillas. Lo guay de viajar con turistas es que se paran para contemplar paisajes como éste.
En Motueka, me recogió un hombre de largas barbas y abogado ambientalista. Defensor de su país y ecologista, me contó un poco el problema con algunas grandes empresas que amenazaban con la frágil naturaleza de esta isla por su afán de generar dinero. También me confesó que no tenía un duro, se ve que ser abogado de estas causas perdidas te llevan a viajar en un coche viejito.
Salí de Nelson, ciudad a la que dediqué estas líneas, de la mano de la gente más extraña, divertida y loca de este viaje… ! Recolectores de cebollas en un campo cercano, con un coche lleno de verduras, una mujer de mirada austente, un hijo con sobrepeso y un padre de sonrisa desdentada, cultura histórica (me habló de la segunda guerra mundial como si hubiera pasado ayer) y peinado singular.
Sin duda, de lo más raro que he conocido jamás. Cuando nos despedimos, me hizo apuntar mi nombre, teléfono y firma en una libreta donde recopilaba a la gente que había conocido, y nos hicimos una foto. Para ver la magnitud de esta familia. Las fotos no tienen precio… ¡ y ellos tampoco!
Tras estos particulares compañeros de viaje. Me recogió Carlo, el holandés casi adolescente que me dio lecciones de vida y con quien viajé cuatro días muy divertidos. A bordo de su Lucida, aprendí un poquito de la vida y pude olvidarme de levantar el pulgar unos días.
Carlo me dejó cerquita de de derrumbada pero interesante Chritchurch, y ahí una pareja de profesores universitarios y psicólogos me llevó hasta el centro. Tenían una niña llamada algo así como Fucma, de tres años, que puso a su osito de peluche… Martí. Esto sí es rentabilizar un viaje de media hora 🙂
La salida de Christchurch, y su propia odisea, se relatan en esta entrada. Primero fue Ethan, el camionero de Napier a punto de casarse que me subió a su gran carro. ¡Fui el rey de la carretera!
De Ethan me recogío Edwyn, el trabajador de matadero maorí de ojos achinados. Que me dejó en la sosa Ashburton.
Allí me costo mucho conseguir transporte. Me recogió David, el buen samaritano. Un profesor de secundaria profundamente cristiano, que no entendía como España, que creía muy católica, estaba llena de corruptos y ladrones. “God is above us all”, me dijo.
Tuvimos una larga y prolífica conversación que expliqué en esta entrada sobre «mi día más loco» y nos despedimos con una plegaría. David pidió rezar por mí. Y así lo hicimos. Aunque yo de religioso poco o nada, me pareció muy tierno el hombre. Y esta anécdota.
El siguiente en recogerme fue un jovencito testimonio de Jehová. Hablamos un poco de su doctrina religiosa, de como seguía a rajatabla los preceptos de la Biblia y en ese ratito de viaje me hice un huequito entre tantas revistar Awake (Despierta) esparcidas por el suelo.
Por último fue Joe, un granjero de Gisborne. Panzacontenta y jubilado a los 55 después de «muchos años de arduo trabajo». Amante de la caza, la pesca, una buena mesa y buenas charlas. Me llevó hasta Oamaru. Mi destino final en este día tan loco, lleno de sorpresas, horas de carretera, pingüinos, focas, sustos y alegrías.
De Oamaru a Dunedin, tuve suerte y fue solo un trayecto. Tenía la espalda torcida y estaba súpercansado, así que Dorothy y su pequeño turismo me vinieron como anillo al dedo. Jubilada, fue cuidadora de enfermos mentales durante más de veinte años. Despacito y sin prisa, llegamos a Dunedin entre lluvia y mucha neblina. Sordeaba un montón, y tenía literalmente que gritar para hacerme escuchar. Hablamos de cosas de mayores… como de la colonoscopia que se tenía que hacer al dia siguiente. Deseo que todo le fuera bien.
Llegué a la universitaria y entretenida Dunedin, y me despedí de ella del volante de Linda, la madre con hijo aprendiz de golfista y amigos españoles que vivía en los U.S. Ella trabajaba para una empresa de miel y hacía tratos con apicultores locales. Toda energía y sonrisa.
De Linda pasé a Paul, Paul Crawford de Federated Farmers (reza su tarjeta), un joven granjero con tres hijos al que no dudé en pedirle trabajo, y de él a un instalador de cables veinteañero, quien me explicó que vivir en pueblecitos era tan tan barato (él pagaga 50 dòlares semanales para una casa con tres habitaciones y jardín), que le daba igual no salir casi nunca de fiesta por Dunedin o Invercagill, que le quedaban a hora y media larga de camino.
Terminé en un pueblito de mala muerte, donde fui recogido por una francesa y una alemana de mi edad, de ruta por el país como yo. Tras las presentaciones, enfocamos nuestra conversación hacia Europa. Total, si los que van de expertos lo hacen sin tener ni idea… ¿por qué no podemos nosotros hablar de prima de riesgo, desempleo, o debatir sobre salir del euro o luchar por la moneda común? Sí, es freakie hablar de esto en un trayecto turístico en la otra punta del mundo. Pero también aprendes palabras como ‘bailout’ (rescate)… y mola.
Por fin llegué a los maravillosos Milford Sounds y me reencontré con Christoph. Después de unos días asombrosos… me quedaba el tramo final!
Afronté Clyde-Queentstown acompañado de Vam, o algo así, un inglés ex-ravero que había dejado el país y los bafles para dar clases de superación personal a adolescentes. «La fiesta ya no era lo mismo, demasiada K.» …. no pude no coincidir. Depués un tio que me condujo de Cromwell a algún punto intermedio. Vivía por y para el kayaking, dormía en la furgo para ahorrar para un gran viaje, y trabajaba en los veranos para el Departamento de Conservación.
Finalmente, mis últimos conductores fueron Geo, la amante del café jovencita y con un perro encantador que no se me despegó de la falda en todo el trayecto y el amable argentino que me llevó hasta el centro de Queenstown.
Como véis, gente muy muy distinta. De todas las edades, colores, condiciones sociales. Un oficio muy heterogéneo, el de recoger a mochileros por la calle. Muchos de ellos, gente que se aburría y quería un compañero de viaje. En su mayoría hombres, eso sí. Y que viajaban solos.
Jamás voy a olvidar las sensaciones que viví en estos viajes. Los nervios por encontrar pasaje, los momentos tirado en medio de la nada, la ilusión que te hace cuando se para un coche, y lo contento que sales del vehículo cuando ves que estos treinta minutos u hora de trayecto te han aportado algo. Sin duda, la mejor forma de conocer a gente local, qué piensan y qué sienten sobre su país. Porque sí, la mayoría de gente que te recoge es del país.
Se ve que entre la mayoría de europeos que viajan por las antípodas, especialmente los que van con caravanas de esas grandes y blancas, ayudar a sus compatriotas viajeros no se lleva. Y esta es una apreciación compartida con muchos otros autostopistas.
Por extraño que pueda parecer, tras la introducción oficial (qué hago,qué haces, nombre y poco más), generalmente las charlas iban por senderos sorprendentes. Hablé de muchos temas que jamás pensé que serían tema de conversación haciendo autostop: desde la crisis bancaria a la falta de liderazgo, el colonialismo, la religión… o si es más rentable criar ovejas, vacas lecheras o terneras.
¡Muchas gracias a todos ellos por hacerme aprender de la mejor forma! Hablando y escuchando.
Por toda su amabilidad va este post. Sin ellos mi viaje, que ha ido muchísimo más allá de recorrer ciudades y quilómetros, hubiera sido imposible.